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lunes, 23 de febrero de 2009

La Sociedad de los hijos huerfanos




Cuando padres y madres abandonan sus responsabilidades y funciones
(Sergio Sinay)
Fragmento:Padres que no educan, hijos que no maduran

Hannah Arendt, vivió entre 1906 y 1975. Alemana de origen, se exilió en Estados Unidos tras la ocupación nazi de Francia. Fue discípula de Martín Heidegger (padre del existencialismo) y de Edmund Husserl (impulsor de la fenomenología). A medida que pasa el tiempo y se desarrollan los procesos sociales, las ideas de Arendt confirman y extienden la profundidad y la riqueza que la convirtieron en una de las grandes pensadoras del siglo XX. Creía en la fe como en una virtud indispensable para la creación y conservación de los vínculos humanos. La fe en el otro. Para desarrollarla es necesaria la presencia, el contacto. La falta de contacto y la desconfianza eran, para ella, sinónimas. El contacto es esencial para criar, para educar.
En un artículo de hace medio siglo titulado ¿Qué es la autoridad?, advertía Arendt que las autoridades tradicionales se derrumbaban y que aquello afectaría "a todas las esferas prepolíticas, como la educación y la instrucción de los niños, donde la autoridad, en el sentido más amplio, siempre fue aceptada como una necesidad natural". Para la filósofa esa necesidad proviene de la lógica dependencia del niño que, por lo tanto requiere una guía firme y referencias asertivas, y deriva también de un requisito que ella llama político, como es el de garantizar la continuidad de una civilización constituida. En un trabajo sobre la crisis actual de este concepto el filósofo y especialista en educación español José Antonio Marina se asienta en las ideas de Hannah Arendt y concluye: "No se puede educar sin autoridad".

Suicidio parental

Esta idea naufraga cuando se cree que la escuela primaria o el colegio secundario son simples parques temáticos que los padres mantienen con sus aportes (a través de impuestos en los colegios públicos y de cuotas en los privados) con el fin de que sus hijos estén entretenidos, con sus necesidades rápidamente satisfechas por docentes-baby sitters (o niñeros, o canguros, o como se guste llamarlos). Como cuando se deja un automóvil en el taller mecánico o en el lavadero y se retira el coche reluciente y en perfecto estado de funcionamiento, así se espera que la escuela devuelva a los críos a sus hogares. Los padres no quieren "problemas" sino resultados. Cuando esto no es así (porque hay dificultades de conducta o de aprendizaje) es la escuela la que se vuelve inmediatamente sospechosa. Alguien (un profesor, el gabinete pedagógico, etc.) no está cumpliendo con su misión. Sumémosle a eso la queja de los hijos por sentirse "demasiado exigidos" o por haber chocado con algún límite o norma y tendremos a padres al borde de un ataque de nervios. O de un pataleo anacrónico contra la escuela (…) En esta situación, la autoridad agoniza.
(…) La autoridad, desde mi punto de vista, es un atributo que permite marcar límites, hacer cumplir normas, transmitir propósitos, y que se gesta a partir de una interacción asimétrica entre personas (unos están en un nivel más elevado que el de otros), de una comunicación asentada en el respeto, en la notificación clara, en la definición concreta de funciones y objetivos. Cuando falta alguno de estos ingredientes, cuando se escamotean, cuando se falsean, desaparece la autoridad y queda un peligroso vacío que suele inundar súbitamente el autoritarismo. La autoridad es producto de un vínculo sostenido en el reconocimiento del otro y de la diversidad; el autoritarismo es, por el contrario, la partida de defunción de la aceptación de la diversidad y la imposición de la fuerza como argumento. (…) Cuando, por ejemplo, un padre toma la escuela con su hijo, no sólo le dice a éste que la institución no merece el menor respeto, la desautoriza para el futuro y licua su propia (presunta) autoridad. Cuando el hijo recibe semejante poder en un área que aún no está capacitado (por una simple cuestión evolutiva) para administrar, ¿quién restablecerá el equilibrio en el proceso de formación? No serán estos padres, ahora súbditos de sus hijos y desautorizados por mano propia (…).
Personalmente pienso que, en el caso de los seres humanos, criar es educar. Criamos animales y plantas, no los educamos. En la medida en que los asistamos para que desarrollen su vida, cumplirán el ciclo de la misma siendo lo único que pueden ser (Una rosa es una rosa es una rosa, como escribió Gertrude Stein, un gato será un gato y cada uno hará lo que hace sin elegir, sin intervención de ese atributo sólo humano llamado conciencia). En el caso de las personas resulta diferente: criar es orientar, es proveer recursos de orden afectivo, emocional, espiritual, es preguntar, es reglamentar, es ofrecer nociones de ética, construir una moral para esa ética y es hacerlo a través de la presencia concreta y de acciones, conductas, actitudes. Todas estas son funciones indelegables de los padres. Los educadores son los padres. Los padres que toman colegios haciéndose eco del berrinche de los hijos están educando, sean conscientes o no de ello. Educan a sus hijos en la noción de que las normas no se respetan cuando no nos gustan, de que primero estamos nosotros y después el conjunto, de que no hay que responder por las consecuencias de los propios actos, de que el esfuerzo no es un valor destacable, de que el disenso o el desacuerdo se resuelven por la fuerza o por el número. Los padres que descargan toda la responsabilidad de la crianza en la escuela, también educan a sus hijos. Los educan, con el ejemplo, en la idea de que no somos responsables de aquello que creamos (una vida en este caso), de que, con dinero, siempre encontraremos quien se haga cargo de aquello que nos corresponde, de que los vínculos no se construyen con presencia ni el amor es un trabajo cotidiano.

El verbo es instruir

Si no educa, ¿qué hace la escuela? ¿Qué papel les queda a los Ministros de Educación, incluso a aquellos que, como el que ocupaba esa cartera en junio de 2007, creen que quienes no piensan como ellos directamente "no piensan" y, por lo tanto, no merecen respeto? No sería mala idea, quizás, que esos ministerios desaparecieran y fueran remplazados por una cartera de Instrucción (de hecho, al asumir, en junio de 2007, el Primer Ministro británico Gordon Brown disolvió el ministerio de Educación y lo reemplazó por los de Escuelas, Infancia y Familia en una medida audaz y saludada con entusiasmo por quienes, desde el campo de la pedagogía y de los vínculos familiares, ven más allá de las formas burocráticas).
Desde mi punto de vista, esa es la función de la escuela: instruir, instrumentar, capacitar para habilidades específicas a través del contacto con una variada gama de recursos posibles. Y, por encima de eso, es función de la escuela socializar a los chicos, ser un sólido puente que conecta la intimidad familiar con el horizonte comunitario, con el mundo en el que los alumnos serán lo que sean como personas. La escuela es el primer gran espacio real en el que se experimenta la diversidad, la diferencia y la complementariedad de lo distinto. En la escuela se registra al otro y se recibe la mirada del otro.
La capacidad de mirar registrando, reconociendo y valorando será más vasta según la educación conque un chico llegue desde su casa. Por que es allí, en definitiva, en donde nos educamos. En el fondo, lo sabemos. Y vale para demostrarlo un sencillo ejemplo de la vida cotidiana. Cuando decimos de alguien que es "un mal educado" jamás nos estamos refiriendo a que fue a un colegio malo, a que no estudió lo suficiente o a que sus maestros y profesores dejaban que desear. Hablamos de lo que aprendió en su casa, con sus padres, con quienes lo criaron. O de lo que no aprendió allí. A un "mal educado" no le preguntamos a qué escuela fue sino de qué hogar proviene. Es una cuestión de sentido común. Los padres educan, la escuela instruye y socializa. Esto de ninguna manera rebaja el papel de la escuela ni lo minimiza. La escuela es necesaria, tiene una responsabilidad fundamental, es la primera asistenta de los padres y no siempre es prescindible en sus funciones. Trabaja en equipo con los padres, sus espacios son complementarios, pero jamás puede ni debe remplazar a los padres, no puede ni debe hacerse cargo de las responsabilidades de éstos, no puede ni debe rendirles cuentas ni darles justificaciones por no cumplir tareas que no le corresponden. Cuando los padres delegan su responsabilidad en la escuela y cuando la escuela se somete a esa delegación, los chicos quedan carentes de función parental, y carentes de función escolar. Doblemente huérfanos. Huérfanos una vez más.
De manera que parece no haber escapatoria y tampoco en la cuestión de la educación traer hijos al mundo es un juego. Juan Jacobo Rousseau, el filósofo suizo-francés que impulsó el liberalismo, influyó profundamente en la Revolución Francesa y es autor de El contrato social, decía que "si los niños entendieran de razones no necesitarían ser educados. La peor educación es dejar flotar las cosas entre tu voluntad y la suya, disputar sin cesar entre los dos quién será el que manda". Para formar personas y para instruirlas es necesario crear un contexto, crear reglas de juego, proponer y respetar normas. Esta es la tarea conjunta del hogar y de la escuela, en esto es necesario que se conviertan en socios y que, como tales, recuerden que actúan con un objetivo común: contribuir al desarrollo de una vida para que ésta convierta sus potencias en acto. Para ese objetivo común cada uno contribuirá con funciones diferentes y complementarias. Nadie puede abdicar de las propias.

Manifiesto antipedagógico

El matemático, filósofo y pedagogo madrileño Ricardo Moreno Castillo se encontró hacia comienzos de la primera década de este siglo presa de un creciente descontento personal hacia la educación en todas sus formas (la hogareña, la escolar, la de las leyes educativas), un malestar agravado por el amor que siente hacia esta actividad. Escribió sus ideas en un texto que llamó Manifiesto antipedagógico y que envió por correo electrónico a algunos colegas y conocidos. Esto ocurrió hacia 2005 y provocó un fenómeno explosivo e inusual. El texto se reprodujo incesantemente, llegó pronto a miles y miles de personas, rebasó las fronteras españolas y convirtió a su autor en un emergente insoslayable de una sensación que estaba en todas partes. "Sigo al tanto del desastre en el que vive la enseñanza y comparto punto por punto todo lo que usted dice", le escribió el escritor Antonio Muñoz Molina, director entonces de la sede del Instituto Cervantes en Nueva York. El filósofo Fernando Savater se convirtió en divulgador entusiasta del texto. Lo mismo ocurrió con educadores, pensadores y personas anónimas y preocupadas por el tema (todavía se puede acceder a ese texto a través de cualquier buscador de Internet).
En 2006 Moreno Castillo profundizó sus ideas, extendió el texto y el Manifiesto fue publicado como libro; hasta hoy no deja de reimprimirse. Inspirado a dar un grito de alerta ante lo que considera una situación terminal de la educación en su país, Moreno Castillo plantea cuestiones contundentes e incuestionables acerca de un fenómeno que es hoy mundial y que el pedagogo puntualiza como el de los niños cada vez más incultos y peor educados, el de los profesores y maestros cada día más deprimidos y desalentados y el de los padres cada día más ausentes de sus verdaderas responsabilidades y funciones. Es fácil constatarlo hoy y aquí. Por una parte vemos profesores y maestros abrumados y sobrepasados por exigencias curriculares absurdas (…), por conductas de chicos y adolescentes que llegan desmadrados desde sus hogares, y demandados además por padres que, como dije antes, los confunden con niñeros o empleados para la crianza. Por otra parte, padres que, aunque jamás lo confesarían así, se han calificado a sí mismos como ineptos para la educación y para la crianza, que desarrollan un terror pánico a sus propios hijos y que, para congraciarse con estos y para que no se advierta su discapacidad, terminan por atacar a los docentes como si ellos fueran los culpables de su disfunción parental. Por fin, el resultado de todo aquello: hijos huérfanos que, sin parámetros, sin contención y dueños de un súbito e inesperado poder acaban creciendo sin orientación, sin ideales existenciales, sin afecto verdadero y nutricio, sin recursos para la construcción de una vida con sentido (aunque puedan haber estudiado en los mejores colegios, haber esquiado en las mejores pistas, haber tenido los mejores celulares y las computadoras de última generación).

El arte de frustrar

Educar no es llenarles a los hijos la agenda cotidiana con miles de actividades, cursos , prácticas deportivas y encuentros sociales para que no se aburran y para que no molesten. Educar no es adular. Educar, en el verdadero contenido del concepto, es, dice Moreno Castillo, frustrar. Tomando la cita de Rousseau que transcribí párrafos atrás, escribe el autor del Manifiesto: "Es razonable quien sabe dialogar, lo cual significa saber escuchar cuando se le habla en lugar de mirar para otro lado. Es razonable quien respeta el derecho de los demás (…) Es razonable quien no ensucia a propósito el suelo porque ha aprendido que los encargados de la limpieza no son esclavos. Es razonable quien reconoce cuando se equivoca y sabe cuándo tiene que rectificar y pedir disculpas. Todas estas cosas tienen un origen común que se llama buena educación". Como se advierte, son cosas que no se aprenden en la escuela (aunque se pueden reforzar en ella). Se aprenden en la casa, con los padres.
En mis charlas para padres en colegios e instituciones suelo hacer esta sencilla pregunta: "¿Quién de ustedes jamás cruza la luz roja del semáforo mientras trae a sus hijos en auto al colegio?". O esta: "¿Quién de ustedes no habla jamás por el celular durante ese mismo viaje, mientras conduce?". O ésta: "¿Quién de ustedes no estaciona en lugares prohibidos o en doble fila al final de ese mismo viaje?". O esta: "¿Quién de ustedes usa siempre el cinturón de seguridad en ese viaje?". La honestidad en las respuestas es condición necesaria para hacer de la charla un espacio de reflexión útil. Sólo la última pregunta (y no siempre) tiene una respuesta afirmativa unánime. Sorprende, aunque no debería, el alto porcentaje de respuestas negativas en los demás casos. Bien, esos padres y madres, mientras llevan a sus hijos al colegio los están educando. Lo están haciendo con su presencia y con sus actos, que es como se educa. Cuando eliminamos estas dos herramientas fundamentales sólo quedan sermones huecos y discursos vacíos. Las excusas de estos padres educadores ("Lo hago para no llegar tarde", "Esa conversación telefónica es importante para mi trabajo", "Si estaciono en la otra cuadra el nene tiene que caminar y quiero evitarle el frío de la mañana", "Sé que el cinturón es importante pero por una vez no pasa nada"), son sólo eso: excusas. Siempre queda la posibilidad de salir unos minutos antes de casa, para lo cual habrá que dormir un poco menos, o de apagar el celular durante el viaje porque con eso no se apaga el mundo, o de caminar una cuadra y hacer una pequeña cuota de ejercicio compartido que no matarán ni al padre o madre ni al hijo, o de recordar que los accidentes no ocurren cuando uno los planea. Mientras los padres y madres dan estas excusas los chicos ya aprendieron a no respetar reglas de convivencia, a saltearse los límites, a despreciar la seguridad y la prevención y a poner lo urgente por encima de lo importante. En todos estos campos educan los padres, no la escuela.
Se educa con las actitudes y se educa también con la fijación de normas, reglas y límites. Como producto de esto los chicos tienen que hacer a veces cosas que no les gustan a horarios que no les gustan, tienen que aceptar a quienes no les caen bien de entrada, tienen que comer cosas que los alimentan a ellos en lugar de basura que sólo alimenta los bolsillos de quienes las producen y venden, tienen que ceder y respetar prioridades de los adultos (sus educadores), tienen que aprender, en fin, que el amor es una construcción conjunta y activa, hecha de actos y de gestos, de compromisos mutuos, tienen que aprender que los derechos y los deberes son inseparables y que la responsabilidad (hacerse cargo de las consecuencias de las propias acciones) es la verdadera llave de la libertad porque nos enseña a elegir. Todo esto no lo aprenderán leyendo sino viviendo con sus guías, mentores, progenitores, referentes. Buena parte de ese aprendizaje será trabajoso, a menudo resultará incómodo, generará rabietas.
Esto, el dolor, la decepción son, también parte del crecimiento. Los árboles no crecen sólo en días de sol, de riego abundante y de cuidado extremo; su desarrollo combina eso con las nevadas, los granizos y las sequías. El fruto jamás aparece en la primera etapa del desarrollo de la planta, sino cuando ésta ya progresó, maduró y está en condiciones de darlo. El fruto lo es también de las frustraciones. Moreno Castillo se pregunta quién ha metido en la cabeza de los padres la extraña idea de que se educa a un hijo dándole todas las prioridades, ninguna postergación, ninguna negativa. Por qué, se pregunta, lo que antes lo intuían los labradores analfabetos hoy lo ignoran padres y madres con estudios. "¿Es el miedo a llevar la contraria, a crear traumas?", se pregunta. Y avanza: "Un niño no se traumatiza tan fácilmente, y si lo que se desea es no frustrar más vale renunciar a educar. Cuando se le exige a un niño que como a horas fijas y no abuse de los dulces, se le frustra. Cuando se le manda a apagar la televisión o la computadora y a ir a la cama temprano para que pueda después rendir en la escuela, se le frustra. Cuando se lo obliga a sentarse para que haga las tareas que le mandó el profesor, se le frustra. Y cuando éste hace le repetir un examen porque cree que no ha dado de sí lo suficiente, o lo castiga porque se ha metido con un compañero más débil, también se le frustra. Quien quiera ver siempre niños felices, que se haga payaso de circo, dicho sea sin el menor desprecio por los payasos. Hacer reír a los niños es, sin duda, un noble y hermoso oficio, pero no es el oficio del profesor ni tampoco la tarea fundamental de los padres".
Así es la vida
Frustrar es educar, es confrontar al hijo con una realidad esencial de la vida: No se puede todo, las cosas no salen siempre como uno pretende, y esto no es una falla, una anomalía ni una injusticia. Es la vida real. Para vivirla con intensidad y plenitud, es preciso ganar en conciencia, tener noción y registro de sí, de los otros, de lo existente, del entorno. Tener conciencia también de que somos siempre parte de un todo que nos trasciende, que el horizonte de la vida pasa mucho más allá de nuestro ombligo. Para hacer este aprendizaje es necesaria la experiencia de la confrontación. No debemos entender esta palabra como sinónimo de pelea, de provocación, sino, como lo propone el diccionario, como la acción de estar frente a frente a con argumentos opuestos y averiguar las semejanzas y las diferencias de éstos. En la medida que hay una confrontación nutricia y funcional con la realidad, para la cual la guía de los padres es fundamental, se consolida el proceso de maduración. Madurar equivale a ganar en conciencia y, como escribió Jung, "la conciencia no llega sin dolor".
Cuando el chico sea grande perderá algún juicio como abogado, advierte Moreno Castillo, verá morir a un paciente como médico, será derrotado en alguna elección como político, sufrirá algún fracaso como empresario, recibirá malas críticas como artista, hará esfuerzos sin recompensa como científico, vivirá desilusiones amorosas, atravesará algún problema de salud, será vencido como deportista. No buscará a propósito ninguna de esas frustraciones, nadie las busca, pero según haya sido su educación se convertirán en situaciones capaces de pulverizar su identidad y llevarlo a oscuros pozos de negación, depresión y disfuncionalidad o las vivirá como episodios más o menos dramáticos que sabrá atravesar, a veces con la cosecha de útiles lecciones. Los padres y las escuelas que, en complicidad, ofrecen a los chicos vivir en un falso reality show de perpetua felicidad dañan de un modo irreversible a quien no puede defenderse.
Entrevistado por J. Rodríguez Marcos en el diario El País, de Madrid, Luc Ferry, filósofo y ministro de Educación francés durante la gestión de Jacques Chirac, señalaba: "En los colegios se ha impuesto la ilusión pedagógica: primero hay que apasionar a los chicos y después hacerlos trabajar. Es al revés. Uno sólo trabaja por obligación. No hay espontaneidad en el aprendizaje. A todos nos ha marcado un profesor y solía ser un gran carismático que nos hacía trabajar, no un animador cultural. La ilusión pedagógica nos dice que podemos remplazar el trabajo por el juego. De ahí el desastre. Hay que inventar nuevas formas de autoridad sin volver atrás como reaccionarios. Si damos el amor sin la ley, no funciona". La ilusión pedagógica se impone en buena medida cuando la educación deja de ser una misión de formación de individuos plenos e íntegros para convertirse en un fenómeno de mercado tanto político y electoral como lisa y llanamente comercial. Muchos (pareciera que cada vez más) padres temen a sus hijos, confunden amor con complacencia, no tienen tiempo, no quieren complicaciones, necesitan que alguien se haga cargo de una responsabilidad en la que jamás pensaron antes de engendrar una vida.


Las funciones de madre y padre

(…)Hay funciones y responsabilidades de la madre, sobre todo en las etapas tempranas, como son las de nutrición, las de entrenamiento doméstico, las de estimulación intelectual a través del juego, las de contención emocional inmediata, las de desarrollo de habilidades para la mediación, entre otras. Hay funciones y responsabilidades del padre, como son las de socialización, transmisión de recursos, conocimientos y acompañamiento para la inmersión en el espacio externo, el estímulo en el desarrollo de habilidades físicas (ya que el padre es quien naturalmente propone los juegos físicos de contacto con los hijos) y, a través de esto, el desenvolvimiento de capacidades individuales (por ejemplo, cuando el padre cumple estas funciones hay un mayor desarrollo en matemáticas y ciencias en las hijas y en literatura y áreas espirituales en los varones); también es función paterna la de dar cauces creativos a la agresividad natural sobre todo de los hijos varones y la de enseñar a competir con fines de superación y no de imposición.
Las madres enseñan, a través de la presencia y conducta cómo es la emocionalidad de la mujer y, al tiempo que habilitan el desarrollo de ese campo en las hijas, permiten a los hijos asomarse a ese espacio opuesto complementario. Esta función sólo puede ser valiosa cuando esta acompañada y complementada por la presencia afectiva y emocional del padre, autorizando y habilitando la sensibilidad de los hijos varones y proporcionando a las hijas la certeza de que éstos atributos no son ajenos al varón y que, por lo tanto, ella hará bien en buscarlos cuando se relacione con uno.
Las funciones materna y paterna son distintas y complementarias, no basta con que uno solo se haga cargo de las propias y, por lo demás, ni una madre puede hacer de padre en lo que es específico de éste y un padre no puede ser madre. Hay, por supuesto, muchas tareas que pueden y deben cumplir ambos indistinta y/o conjuntamente (llevar los chicos al pediatra, llevarlos al colegio, buscarlos, supervisar las reuniones de chicos que se hacen en casa, buscar a los chicos en sus salidas nocturnas, asistir a las reuniones de padres en la escuela, asistir a los actos escolares y a los eventos deportivos o culturales de los cuales los hijos son protagonistas, acompañarlos a comprar ropa o libros o a espectáculos, conversar sobre temas de la escuela, de la familia o de la vida social y afectiva de los chicos, ejecutar penalidades previamente acordadas e informadas cuando se transgreden normas de la convivencia familiar, de la crianza o del vínculo, brindarles información sexual cada uno acerca del propio sexo, transmitirles experiencias de la propia vida y de la historia familiar).
Lo desconocido causa miedo. Si los hijos provocan miedo en los padres es porque se han convertido en desconocidos para ellos. Sin embargo un hijo jamás será un desconocido amenazante para los padres que se involucran activa y responsablemente en su educación. Se aprende a ser padre con los hijos. Así, el proceso educativo es conjunto y simultáneo. Mientras unos aprenden a ser padres los otros se convierten en personas, desarrollan recursos intelectuales, físicos, emocionales y espirituales. Lo harán en la medida en que reciban presencia, orientación, ejemplos no recitados sino actuados, límites, oportunidad de confrontación, frustración aleccionadora. Cuando falta todo esto aparecen las prótesis, llámense escuela, Internet, niñeras, cyber cafés, shoppings, televisión. Prótesis que, en este caso, lejos de cumplir la función del miembro al que remplazan, no hacen más que evidenciar de un modo dramático las secuelas trágicas provocadas por la ausencia del mismo.


En síntesis:


Educan los padres. La escuela puede funcionar, a veces, como un segundo hogar. Pero el hogar es siempre la primera escuela. Y no hay vuelta que darle.

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